Un buen día, alguien tuvo la feliz ocurrencia de llamar ‘genio’ a Mario Balotelli. El chico tenía una historia novelesca detrás, una puesta en escena de apariencia espectacular y una singularidad extrema. No era frecuente ver lo que en Italia llaman un ‘bomber‘ que no tuviese los ojos claros, la barbita cuidadosamente descuidada y la melena lacia, al itálico modo. Balotelli ofrecía una estampa extraña, llamativa. La de una figura tallada en ébano ajena al arquetipo establecido. Era, además, un brotecillo refulgente en mitad del erial calcistico, un rayo de esperanza en tiempos oscuros. Tal vez por eso, por su innegable peculiaridad, comenzó a aglutinar más portadas, comentarios y alabanzas de lo que hubiese sido realmente deseable. Apenas había cumplido los veinte años y su vida, repleta de requiebros del guión, ya daba para un par de biografías no autorizadas.


Con apenas veinticuatro años, Balotelli ya ha surcado los mares a bordo de cuatro gigantes europeos. Arrancó en el Inter tras despuntar en el modesto Lumezzane. De nerazzurro, y azotado por el látigo inmisericorde de José Mourinho, descubrió su amor profundo por el eterno rival de la ciudad. Trató de redirigir su carrera en el City, y cuando aquello ya empezaba a apestar a agua estancada, decidió por fin que era el momento de consumar su amor por el Milan. Lo consumó, pero también lo consumió. Demasiado rápido, en apenas unos meses. 

Rodeado de excesos, como todo en su excéntrica vida de Maseratis, fiestas exclusivas, fuegos artificiales domésticos y dinero despilfarrado. Liverpool fue la oportunidad para redimirse, para volver a encontrar el equilibrio tratando de ocultar la profunda huella de Luis Suárez.


La trayectoria de Mario ha estado fuertemente vinculada a su origen y condición. Porque Mario, no se nos olvide, es un italiano negro. Un italiano que no nació siendo Balotelli, sino Barwuah, y que vivió la crueldad del rechazo en primera persona. 

Un inmigrante que no pudo adquirir la nacionalidad italiana hasta cumplida la mayoría de edad y que ha fundamentado su existencia en un desafío permanente y constante a quienes se obcecaron en señalar al negro, inmigrante y adoptado como alguien diferente. 

Un desafío trasladado al fútbol en una especie de justificación interminable, en un intento por demostrar que el negro la pegaba mejor que ninguno y que el racismo, tantas veces sufrido en esos campos italianos, no hacía sino agigantar su figura. Se equivocaba. Estaba dando importancia a aquellos que debía haber ignorado. 

Esa actitud desafiante ha resultado tan agotadora que ha consumido al futbolista con excesiva celeridad y le ha llevado, cuando aún no ha cumplido el cuarto de siglo, a convertirse en lo más cercano a una promesa incumplida. Dejando en muy mal lugar a aquel que un buen día se apresuró a llamarle ‘genio’.

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