Era el mes de abril y las cosechas daban sus frutos, yo ayudaba a mi padre en la recolección,
recuerdo ese aroma dulce y fresco que se mecía en un vaivén de brisas que tocaba
mi rostro y jugaba con mi cabello. Al caer la tarde nos disponíamos a llevar
los animales a los corrales para finalmente disfrutar la comida que con tanto
cariño nos brindaba mi madre. Esa rutina que entre el verde tapiz de los
árboles y el rojo vivo de los frutales le daba alegría a mi vida se veía
opacada por algo que me faltaba aquel día y que no se lo había revelado a
nadie.
Por: Geovanny Orjuela
Al
alba los leves rayos del sol le daban la bienvenida al nuevo día y el aire
fresco que viaja desde las montañas inspiraba el inicio de mis labores, el
arduo trabajo del día hizo la mañana más corta y mi ansiedad menos intensa,
entonces el reloj marcó las 2:15 e hice rápidamente lo que a las 2:15 hacía
todos los días, simplemente me fui a la orilla del camino y me camuflé entre
los matorrales, esperaba que esta vez si pasara.
Allí
el tiempo se detenía y mi corazón palpitaba más fuerte, sus risos danzaban al
ritmo del viento que rebeldemente los cogía y dejaba caer, sus ojos negros, que
denotaban esa mirada tan profunda y tan inocente, su piel blanca y pura que en
su despertar iluminaba los extensos llanos y los manantiales cristalinos de la
región.
El
solo verla era mi aliciente, el simple hecho de sentir su presencia alegraba mi
alma y le daba sentido a mi vida, así ella no lo notara, ¿o será que sí?, en
pocas ocasiones salí a la orilla del camino para poder ser blanco de su mirada,
pero en ningún momento conseguí su atención.
El
tiempo pasó y yo seguí en mis quehaceres de la finca, desde que mi padre me
sacó de la escuela en tercero de bachillerato porque consideraba que el estudio
era para los pendejos, no volví a pisar un colegio.
Los
tiempos de guerra se acercaban a la vez que en el pueblo la gente rumoraba el
compromiso de Rosario, quien a sus 19 años emanaba toda su belleza, el
afortunado nada más ni nada menos que el hijo del alcalde, un niño de la alta
sociedad con ademanes de señorita.
Ya
con mis esperanzas desechas y mis amores atragantados en mi garganta tendría
que resignarme a buscar otras mujeres, pero cada vez que lo intentaba aparecía
en mi mente aquellos ojos, aquellos cabellos de oro, aquella sonrisa dulce y
apacible que me dejaba en vilo una y otra vez.
El adiós
Con
mi corazón destrozado y la desazón de la rutina sentía que debía coger otros
caminos, pero no veía la forma, hasta que un día irrumpieron en la casa un
grupo de hombres armados, quienes según ellos, debían llevarme para colaborar
con la revolución.
Contrario
a lo que pensé no opuse mayor resistencia, en medio del dolor de mi padre y el
llanto de mi madre y mis dos hermanas, paralelo al uso de las herramientas del
campo siempre me había causado mucha curiosidad las armas.
Ya
vas a ver que aquí te vas a volver hombrecito, y tus manos serán las manos del
pueblo hambriento que reclama justicia, me dijo Joaco, un joven guerrillero
moreno y barbado.
Emprendimos
la caminata al mando del Comandante Genaro, hombre corpulento, voz fuerte,
mirada penetrante y de liderazgo arraigante. No fue difícil para mí adaptar su
personalidad y actitud, mientras recorríamos valles y montañas, pueblos y
veredas.
Al
cabo de dos años ya éramos los más conocidos en la región, queridos por unos y
odiados por otros, para mí ya era familiar convivir con el olor a sangre y pólvora,
arrasando con decisión a los que con su posición aburguesada iban en contra de
la revolución.
Sin
embargo mi temperamento frío y despiadado se veía interrumpido cuando Rosario
irrumpía en mi mente y en mis sueños, no comprendía porque sin querer aún
seguía presente en mi vida, en mi carne, en mis huesos, parecía como si por
momentos perdiera la razón y me sumergiera en un mar de delirios.
El Carnicero
Cierta
noche mientras descansábamos en un improvisado cambuche escuché un ruido
ensordecedor, una explosión nos cogió por sorpresa y el fuego enemigo asaltó y
nos quitó cinco hombres, entre ellos a Genaro.
Fue
una larga y oscura noche, quizá la peor de mi vida, la más amarga, pero quizá
la que más endureció mi corazón y la que terminó de forjar mi temperamento.
A
raíz de la muerte del Comandante quedé al mando del Frente, no era el de mayor
experiencia, pero si el de más coraje y arrojo, iniciaría así una era de terror
en la región que en poco tiempo me concedió el honor de ser llamado el
Carnicero y de ser portada de periódicos locales y nacionales.
Pero
tanta fama empezaría a arrojar sus nefastos resultados, una noche un grupo de malhechores
llegaron a la finca y en una orgía de sangre y gritos cegaron la vida de mis
padres y mis hermanas.
El
mundo se me vino encima, y en medio de la rabia y la indignación la venganza
segó mis ojos, así que de buena mano conocí que el ataque había sido por
presión y ayuda del flamante y eterno alcalde de Santa Bárbara, don Eugenio
Vallejo, el sentimiento de odio era natural pero por mis venas corrió un calor
indescriptible, la razón, el amor de mis amores, la fragancia a rosas y sándalo
que pasaba todas las tardes por aquel camino.
Era
una obligación inminente asaltar la casa del viejo Eugenio para hacerle pagar
por mis desgracias, de otro lado, cuanto tiempo sin verte Rosario, cuantas
horas soñando con tu belleza, ¿cuéntame, cómo me vas a pagar tantos años de
locura y ansiedad?
El asalto
Se
acercaba la media noche y más de cien hombres armados hasta los dientes me
seguían en busca de venganza, se acercaba poco a poco el momento. Después de
dos horas de camino divisamos la casa, que no había cambiado mucho desde la última
vez que la había visto; enorme de fachada blanca, con grandes jardines y
ubicada en un imponente cerro en el que se podía observar todo el pueblo y sus
alrededores.
Asaltamos
la vivienda sin ningún tipo de cautela ni compasión, los escoltas uno a uno
fuimos eliminando hasta que llegamos a la sala donde nos encontramos de frente
al alcalde y su hijo, nos quedamos un instante mirándonos fijamente.
- - ¿Qué
es lo que quiere bandido?
- - He
venido a hacer justicia, es voluntad de la revolución.
- - ¿Cual
revolución, la que todos los días asesina y arremete contra las personas de
bien?
- - ¿Le
llama usted personas de bien a los que asesinan a sangre fría familias enteras,
así como pasó con la mía?
- - ¿Yo
no tuve nada que ver con eso?
- - No
sea cobarde, tenga los pantalones para aceptarlo, ahora que estamos cara a cara
tengo la oportunidad de hacerle pagar la muerte de mis padres y mis hermanas.
- - Bien,
pues dispare de una buena vez, al fin y al cabo siempre ha sido un asesino.
Cargué
mi arma dirigiéndola hacia la frente del viejo Eugenio.
- - No
nos haga nada, piénselo bien, le daremos mucho dinero. Dijo Mateo, el esposo de
Rosario.
- - m No
quiero dinero y menos venido de unos hijos de p… como ustedes.
Y
con un impulso reprimido y restringido durante muchos halé el gatillo viendo a
la vez al alcalde desplomándose en el piso.
El
objetivo había sido alcanzado, sentía que le había cumplido a la memoria de mis
padres, y ante la adrenalina que sentía en el momento, disparé de nuevo sin
importar las suplicas del hijo del alcalde, ahora tenía una cita por cumplir.
Llegó el momento esperado
Subí
lentamente las escaleras, era como si el tiempo se hubiera detenido, llegué a
una habitación donde tenía la certeza de que ella se encontraba, doblé la
cerradura pero estaba con seguro así que de un solo golpe la derribé.
Allí
se encontraba, en un rincón, presa del miedo, pidiendo piedad.
- - Comandante mire lo que
tenemos aquí, un regalito.
- - No, ella es solo mía, salgan
de aquí.
Estaba
más hermosa que nunca, su piel tan blanca y delicada, esos labios tan dulces,
los cuales me habían desvelado durante toda mi vida, ahora tu cuerpo es mío
Rosario, solamente mío.
Cinco
años han pasado desde el asalto de la casa del viejo Eugenio, no volví a saber
nada de la suerte de Rosario, y no he dejado un solo día de pensar en los
hechos que sucedieron aquella noche, sobretodo del calor de aquel cuerpo al
cual accedí violentamente, pero que sin duda ha sido la experiencia más
placentera de mi existencia.
Cansado de la guerra
Al
día de hoy me he salvado cientos de veces de la muerte, junto a mis camaradas
he estado inmerso en la selva, la guerra, los hostigamientos y la soledad me
han desgastado, tanto, de tal manera que he atendido a los llamados de paz con
el gobierno de turno.
Junto
a otros comandantes revolucionarios nos desplazamos a la capital para entrar en
diálogos con altos funcionarios gubernamentales, representantes sociales y
diplomáticos internacionales.
Nunca
había estado en la ciudad, toda una metrópoli llena de centros comerciales,
edificios, automóviles y gente por todos lados, parecía que todo iba a cambiar
definitivamente.
Después
de un mes de estar radicado en la capital, entre reuniones y concertaciones,
una buena noche nos encontramos con mis compañeros comandantes para relajarnos
un poco y tomarnos unos tragos de whisky.
El encuentro final
Llegada
la medianoche en medio de nuestra alegría a uno de nuestros amigos se le
ocurrió la idea de llamar a una de sus viejas amigas que tenía un negocio muy
rentable y discreto, del cual nos podíamos beneficiar placenteramente, a lo que
no le vimos mayor problema.
Así
que nos dirigimos hacia aquel sitio, doña Bárbara la dueña del lugar nos invitó
a seguir, y nos fue dirigiendo a las habitaciones, por último me miró y me
dijo: a ti te tengo la indicada, a lo que sonreí y me dejé llevar por la
señora, a la que se le notaban el paso de los años y las huellas que había
dejado en su piel el trabajo poco honroso al que se había dedicado.
Me
señaló la puerta diciéndome: siga comandante enseguida lo atenderán como se
merece, gracias señora le contesté, ingresé inmediatamente, era una habitación
bien amoblada, con una cama cómoda y unas cortinas de seda muy suaves.
Fui
al baño a refrescarme, salí y me recosté a esperar, cuando a los pocos minutos
se abrió la puerta y una silueta delicada y voluptuosa entró al recinto, al
observar bien aquella mujer quedé estupefacto y el terror y la angustia se
apoderaron de mí.
- - ¿Qué haces acá?
- - ¿Qué pasa, parece que
hubieras visto un fantasma?
- - ¡Algo peor Rosario, algo
peor!
- - Tantos años sin vernos y me
recibes así, no seas descortés
- - Mira, yo sé que esto no te
va a devolver a tus seres queridos, ni a borrar de la mente la canallada que te
hice, pero perdóname, era una orden de mis superiores y pues…
- - Pues… ¿qué?
- - Tú eras mi obsesión, la mujer
que había amado en silencio toda mi vida
desde niño cuando estaba en la vereda, y aproveché la ocasión, me dejé llevar
por mis instintos, no sabía lo que hacía, perdóname por favor.
Se
acercó a mí, radiante de esa belleza que todavía seguía presente en su rostro y
silenciosamente me dijo al oído.
- - Desde aquella noche no he
dejado de pensar en usted comandante, he pasado tantas lunas en vela pensando
en sus fuertes brazos, sus labios ávidos de pasión, tantas cosas, en medio de
delirios constantes.
Entonces
su boca buscó la mía, durante unos minutos estuve disfrutando de sus labios que
durante tan largo tiempo anhelaba volver a sentir, hasta que se detuvo y
mirándome fijamente dijo:
- - Pero desgraciadamente el
dolor ha sido también una carga muy grande y hay una diligencia inaplazable
entre los dos.
En
aquel momento sentí un frío en mi espalda que llegó a mis entrañas y se
manifestó con un quejido, lentamente cerré mis ojos hasta que la oscuridad
inundó mi mente y paralizó los latidos de mi corazón.
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