Parecía un día cualquiera, pero no era así, el sol brillaba más y las viejas paredes blancas del pueblo resplandecían e iluminaban el parque principal, mis párpados cedían ante el incesante brillo.


La iglesia con su fachada colonial, el parque central con su fuente llena de monedas oxidadas, la alcaldía con sus balcones de madera y la tienda de Don Alberto, siempre ávida de pueblerinos ansiosos de alcohol.

Por la calle principal desfilan unos pasos conocidos por mi memoria tiempo atrás, Mariana, a pesar del correr del tiempo la belleza sigue rondando sus delicadas facciones, su cabello negro y extenso me recuerda el intenso y suave olor a rosas y sus labios dulces y rojos que me enseñaron el delicado sabor del amor.


No sé pero preferí hacer las veces de espectador y no presumir de mi presencia, solo esperé a que su silueta se diluyera entre los muros incandescentes de las viejas construcciones.

No me queda más que terminar de aspirar mi cigarro y seguir mi camino, el crujir de las pequeñas piedras me avisa el paso por la escuela, su gran entrada de metal y el color verde de las ventanas me llevan de regreso en el tiempo cuando con mis amigos nos escapábamos de clases para caminar por el páramo y tomar las moras de los racimos que colgaban por los distintos senderos y que los vecinos envidiosos los daban como suyos.


No me puedo olvidar de la paliza que me dio mi vieja apenas se enteró de mis malas calificaciones y de mis constantes escapadas, hasta el punto que llegué a pensar en abandonar el hogar para irme a aventurar a la ciudad, idea que se haría realidad tiempo después cuando Don Aureliano le vino con quejas al viejo de que me había visto robando sus conejos.

No sé hoy día si fue lo correcto o no, lo cierto es que en aquella selva de pavimento, humo y miradas indiferentes me he ganado la vida honradamente y con mucho esfuerzo. Cada vez que puedo regreso a visitar a mis viejos y me encuentro una nostalgia escondida en cada rincón de mi pueblo amado.
Por: Geovannny Orjuela


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