Habitación 410. Son las 10 de la mañana de un sábado cualquiera en el que estoy de guardia. El lío ya ha empezado en Urgencias y tengo que acabar de pasar visita en la planta de hospitalización para bajarme a las trincheras. He dormido poco esta noche antes de la guardia. Algo me sentó mal en la cena de ayer. Y tengo el ánimo un poco tristón.
Habitación 410. Por lo que he leído en su curso clínico, el bebé tuvo ayer un mal día. Le dolía la barriga y no dejaba de hacer diarreas y de toser. Hoy en cambio me recibe con una preciosa sonrisa, que otros no verían guapa porque es un bebé que nació con un síndrome. Y lleva muchas horas de quirófanos, batas blancas y complicaciones de lo complicado. Horas, días y semanas de sufrimiento propio y ajeno en los escasos meses de vida que tiene.

En la habitación 410 me detengo en observar su dulce carita y cómo busca mi mirada. En cómo su día ha amanecido hoy un poco más luminoso. Mientras pregunto a los padres cómo han ido las últimas horas, si ya ha recuperado un poco el apetito y su sensación sobre la evolución del niño- a estas alturas del juego saben mucho mejor que cualquier médico de guardia cómo está hoy su hijo- me entretengo en buscar la complicidad del pequeño jugueteando con uno de los muñecos que pueblan su cuna hospitalaria.

Y no puedo salir de la 410. Les pregunto a los padres cómo han vivido estos meses desde su nacimiento. Con un diagnóstico postnatal no esperado pero aceptado y luchado. Les pregunto cómo están de cansados tras recorrer tantos hospitales. Y cómo asumen todo lo ocurrido. Les pregunto si tienen más hijos, pregunta que quizá haya quien reciba mal en estas situaciones y que tengo tendencia a hacer cuando las familias viven con la cronicidad o con la muerte anunciándose en cada esquina. Siempre he pensado que tener otro hijo (sano) es un revulsivo, pero quizá me equivoco y a lo mejor es un hecho que añade más sufrimiento. Y puede que la pregunta suene incluso impertinente, por qué no?

La madre y yo nos miramos. A las dos nos brillan los ojos y ella y yo sabemos que le duele y que me duele. El padre baja la mirada aunque se insinúa un gesto amable. Las corazas, tantas veces necesarias, hay días que se caen sin dejar rastro. Y el dolor ajeno nos cala hasta los huesos. Aunque sé que saldré de la 410 y en unos minutos estaré sumergida entre las quejas habituales de quien está harto de que su niño tenga mocos todo el invierno. O mucho peor, mocos desde que nació. Ojalá todo sea eso, que hoy tengo la piel muy fina.

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