Recuerdo perfectamente la escena, aunque la vi hace ya muchos años. Un matrimonio de edad avanzada llevaba en un viejo carrito de bebé a un pastor alemán. Lo habían atado lo mejor que habían podido, y se dirigían conteniendo el llanto a la clínica veterinaria. Un poco grotesco, terriblemente triste. Iban a dormirlo para siempre supe. A darle el último regalo que podemos ofrecer a los animales que nos han acompañado. No tiene sentido mantenerles sufriendo, aferrarse a ellos cuando su calidad de vida se ha derrumbado. 

A ellos les da igual permanecer en este mundo dos días más, no tienen nuestras preocupaciones por la trascendencia ni nuestro miedo a la nada que habrá después. Y nosotros tenemos al alcance de nuestra mano ahorrarles dolor y miserias, ojalá también lo tuviéramos para las personas que amamos cuando las vemos en las mismas circunstancias.


Cuando compartes tu vida con animales, antes o después te va a tocar pagar el peaje de verles partir. Tienen vidas muy cortas comparadas con las nuestras, y es nuestro deber brindarles el mejor final posible.

Antes que a Troya tuve a Mina, una cruce de pitbull, una perra realmente especial. Mi primera compañera de piso, adoptada en PROA ya adulta y que ocupó la cabecera de este blog los primeros años. Han pasado mas de once años desde su muerte y recordarla aún me causa una punzada de dolor dulce que sé que me acompañará siempre, igual que lo siento respecto a otros animales a los que quise mucho antes.

Mina se puso muy enferma siendo aún demasiado joven. Tenía leucemia y su salud se deterioró rápidamente. Una noche comenzó a sangrar con abundancia por la nariz, no tenía fuerzas para moverse y supe que no tenía sentido retenerla a mi lado. Pero no quería llevarla en brazos a la clínica veterinaria, no quería despedirme de ella en un lugar que para ella era árido e inquietante, sobre una mesa metálica fría. Quise darle el mejor final posible y ese era dejarla ir durmiendo tranquila en su cama, en su casa, en el lugar en el que había disfrutado al fin de una familia tras la experiencia del abandono.

Tuve suerte, llamé al veterinario que tenía entonces y que sigo teniendo ahora, se lo expliqué y se prestó sin dudar a venir a mi casa. Para Mina fue la muerte más dulce. Yo la acariciaba mientras se iba, completamente en calma y en su hogar. Luego mi veterinario se la llevó y yo me quedé llorándola. Me consta que pocos veterinarios se prestan a salir de sus clínicas para dar ese servicio con tacto y sensibilidad.

Troya tiene dieciséis años. El pasado puente de mayo hizo once que la adoptamos en ANAA. Era una perra de unos cinco o seis años nos dijeron, con perdigones bajo la piel, en los huesos, con una leishmania a cuestas que a veces dio la cara pero que no ha impedido que se convierta en una abuelita digna y saludable.

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No es algo que quiera pensar, pero sé que se irán, que el peaje no tardará en presentarse. Y de nuevo volveré a proceder de la misma manera. No quiero que se despida del mundo nerviosa por estar en un entorno hostil, la quiero ver irse en paz, en nuestra casa. Lo mismo sucederá con mis dos gatos, que ya tienen trece y catorce años.

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Y es algo que suelo recomendar a la gente que me rodea y que comparte su vida con animales. Es el último regalo que podemos hacerles, que se merecen que les hagamos: darles una buena muerte.

¿Y tú qué harías?


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